Si caminamos hacia el sol dejamos las sombras detrás

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lo dijo William Wallace

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Ing.Adolfo Urrutia y Cecilia,2005

jueves, 11 de febrero de 2010

necrófilos de la historia


LOS NECROFILOS MÁS SUBLIMES DE LA HISTORIA

Aunque la idea de abrir una tumba para echarle un último vistazo a nuestro ser amado es algo que nos puede echar siquiatra y policía tras nuestros pasos, a lo largo de la historia varios personajes célebres no resistieron la tentación de tener un contacto final con sus amados muertos.
Bagoas fue un bello chico persa quien fue amante del rey Darío III, y cuando Alejandro Magno llegó a conquistar persia, entre su botín de guerra estaba el gracioso y sensual eunuquito. Bagoas se enamoró perdidamente del gran guerrero y conquistador macedonio, a tal punto que cuando Alejandro Magno se murió de tifoidea a los 33 años de edad, el muchacho quedó en un estado lamentable. Fue difícil alejarlo del cadáver del rey macedonio, ya que insistía en que solo estaba durmiendo profundamente. Bagoas atisbaba mientras se preparaba el cadáver con especias y otros químicos, y solo la orden de Tolomeo-uno de los generales de Alejandro-evitó que el muchacho estorbase más, ya que insistía en estar tocando el cuerpo de su difunto amado. Bagoas nunca tuvo otro amante en su larga vida.
Almyndra era una de las muchas hijas que el fabuloso emperador mugalo Akbar el Grande de la India engendró. Era alta, esbelta, con grandes ojos negros y escribía poesía. Dado que su padre tenía la costumbre de adquirir esposas de distintos credos religiosos como parte de su política de tolerancia universal, cuando Almyndra tenía 14 años la casó con un joven y apuesto soldado de extracción Parsee. Almyndra se enamoró perdidamente de su bello esposo, a tal punto que cuando el muchacho murió a consecuencia de una tuberculosis galopante, Almyndra perdió la razón y se aferró al triste cadáver de su marido.
No permitió que nadie le tocara y no quería hablar de separarse de él. Lo montó a lomos de un elefante y se lo llevó a una zona rural. Refugiándose en una choza con humildes campesinos, dormía en una cama de paja al lado del muerto y le hablaba como si estuviera vivo. Akbar tuvo que disponer de varios oficiales de su palacio para dedicarse a rastrear a la joven, y una vez que la halló, le quitó al amado cadáver (el cual ya estaba en avanzado estado de descomposición porque el finado llevaba 2 meses de haberse largado de este valle de lágrimas!) y mandó a la alocada hija a reclusión. Almyndra, dos días luego de haber sido encerrada, se suicidó ahorcándose en su celda.
La triste historia de Almyndra se repitió en España, teniendo por protagonista a una hija de los reyes católicos, Juana la Loca. La bella Juana fue casada por sus padres por razones de estado con el guapo pero inservible Felipe El Hermoso, archiduque de Austria. Lamentablemente para Juana, el amor a primera vista funcionó para ella pero no para su esposo, quien siempre la maltrató y le fue flagrantemente infiel. Juana, tras haberle parido varios hijos a su bello patán, fue enloqueciendo de celos y cuando Felipe murió a los 28 años de edad, perdió los estribos y en lugar de enterrar a su idolatrado esposo, le dio por irse con el cadáver atuto a vagar por toda España. Fernando de Aragón, padre de Juana, se espeluznó al ver en su hija una locura similar a la que padeció su suegra Isabel de Portugal, y antes que la cosa fuera peor, alcanzó a su atormentada hija, la encerró en Tordesillas y procedió a darle cristiana sepultura al pobre guiñapo de Felipe, quien ya no estaba tan hermoso que digamos.
Juana pasó a la historia como la reina Juana la Loca, y debido a su matrimonio con Felipe, quien era Habsburgo, se entronizó la Casa de Austria en España. El último descendiente de este linaje sería el tarado y patético Carlos II, quien además de ser incapaz de engendrar hijos y de gobernar, también sería necrófilo. Resulta que Carlos II fue casado en primeras nupcias con Luisa, una sobrina del galo rey Luis XIV. Carlos II se enamoró de la vivacidad e insolencia de su primera esposa, y cuando esta joven murió tras una caída de un caballo, el rey se sintió muy afligido…tanto que en cuanto tuvo ocasión abrió la tumba de Luisa para darle un último vistazo.
Otro rey necrófilo fue el probo y adusto gobernante Pedro I el Cruel de Portugal. Este rey medieval se casó en secreto enamoradísimo de Inés Pirez de Castro, quien había sido doncella de compañía de la segunda esposa de Pedro. Cuando Inés fue asesinada por sicarios enviados por el papá de Pedro, éste creyó volverse loco y se fue a la guerra contra su padre por haberle matado a su amor. Una vez en poder del trono, Pedro I hizo desenterrar a Inés para coronar su cacaste y hacer que sus nobles besaran su anillo en la huesuda mano de lo poco que quedaba de la bella mujer. Una vez terminada la ceremonia, reza la leyenda que Pedro pasó una última noche con su adorada consorte antes de devolverla a su catafalco.
Dos prominentes norteamericanos también fueron necrófilos: el escritor Edgar Allan Poe y el líder indígena Caballo Loco. Edgar Allan Poe andaba con una de sus borracheras sin horario ni itinerario cuando Virginia, su adolescente esposa, murió tísica. Cuando Poe regresó al hogar, entró gritando GINNY pero Virginia la tenía rato de estar sepultada. Llorando de dolor y remordimiento por la vida de pobreza que le dio a su mujer, Poe se fue al cementerio y abrió la tumba de la desventurada muchacha.
Fue capturado por varios amigos, quienes le ayudaron a tratar de ahogar sus penas…en una dosis adicional de whisky y moonshine. Caballo Loco, gran jefe indio de los Sioux, andaba guerreando cuando su unigénita bebé llamada A Ella Le Temen murió. Cuando Caballo Loco regresó a casa, se extrañó que su hijita, quien ya daba firmes pasitos, no saliera a recibirlo. Al saber que llevaba varios días sepultada, quiso verla por vez final y abrió la tumba para acariciarla. Tras ese episodio, Caballo Loco se convirtió en una máquina humana de guerrear y jamás volvió a amar con la ternura que sintió por su hijita.
A veces, el amor que una persona experimenta por su mascota es tan grande que no se acepta su deceso. El gran unificador del Japón, Ieyasu Tokugawa, cuando estaba adolescente no se reponía del impacto dejado por la muerte de su gata persa Val y la fue a desenterrar para robarle unos pelos de la cola para guardarlos de recuerdo. Ieyasu siempre llevaba estos cabellos gatunos en un relicario y aunque tuvo docenas de mascotas después de Val, jamás se sintió tan abatido como cuando su gentil gata murió de parto. En el siglo XX, Kamala Napurdalah hizo exhumar a uno de sus perros, Josíah, después que el can murió durante un bombardeo a Londres en la II Guerra Mundial. Los despojos de Josiah fueron trasladados a la campiña inglesa, pero antes de ser remitido de nuevo a la tierra, la novelista hindú musitó …"que ganas tengo de dejarlo conmigo, pero eso desafía la lógica".

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