Si caminamos hacia el sol dejamos las sombras detrás

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lo dijo William Wallace

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Ing.Adolfo Urrutia y Cecilia,2005

jueves, 14 de enero de 2010

monarcas gays


NO ES LO MISMO MARIPOSA MONARCA QUE MONARCA MARIPOSA

El homosexualismo y la monarquía a lo largo de la historia se han dado de manitas en muchas ocasiones sin impedir que los soberanos que prefieran a los hombres hayan visto su labor entorpecida por esta predilección. Y aunque definitivamente no es lo mismo una mariposa monarca-bella especie del reino animal-que un monarca mariposa, los nombres del rubio Alejandro Magno, Darío de Persia, Ricardo Corazón de León, Eduardo II de Carnarvon, Jacobo I Estuardo, Luis II de Baviera (quien además estaba loco de atar), Enrique III de Valois y el casi-rey de Francia Felipe de Borbón pasan a la posteridad con la dudosa distinción de haber sido gays.
Darío era el rey de Persia y tenía muchas concubinas bellas cuando le tocó el triste destino de ver su patria conquistada por el macedonio Alejandro Magno, hijo de Filipo II de Macedonia y su primera esposa Olympia. Darío, quien creía que en la variedad está el gusto, tenía entre sus muchachos de placer (toda una costumbre en Persia de entonces, donde a los bonitos de buenas familias los castraban para entrar al servicio sexual de la corte) a un chelito bonito llamado Bagoas, quien era su fascinación. Bagoas provenía de una familia de abolengo venida muy a menos.

Darío se infatuó del precioso muchacho con pasión, solo que cuando llegó Alejandro Magno a todo galope a Persia, el muchacho fue llevado como trofeo de guerra al conquistador. Alejandro Magno para ese entonces no se había casado con ninguna de sus dos esposas, Roxana de Bactria o la linajuda persa Barsine Stateira. Estaba más que satisfecho con su yunta Hephaistion, un macedonio que fue su amante desde que Alejandro descubrió su gusto por sus congéneres. Cuando Bagoas pasó al servicio de Alejandro, estaba a cargo del guardarropa del rey macedonio. Para Bagoas, fue amor a primera vista y se propuso conquistar a su patrono a toda costa. Le bailó sus sinuosas danzas, lo atendía con ternura y le cocinaba sus antojitos. Y como el amor solamente se paga con amor, Alejandro Magno acabó en el lecho con el bello chele persa. Alejandro llegó a sentir tal pasión por su joven esclavo que en una ocasión en que se hizo una justa artística en un teatro, el macedonio besó en público al muchacho.

Lo curioso es que las tropas macedonias se caracterizaban por ser algo xenofobos, pero aceptaron bien a Bagoas debido a lo contento que veían a su monarca en manos del joven eunuco. Cuando Alejandro murió prematuramente, Bagoas tomó su deceso con estoicismo y revistiéndose de dignidad se consagró a preservar la memoria de su amado. Nunca más se le conoció amante.
Nos trasladamos a Inglaterra para toparnos con otro monarca homosexual cuya fascinante vida atrae a muchos. Ricardo Corazón de León vino al mundo con todas las ventajas habidas y por haber. Era hijo de la libidinosa y hermosa Leonor de Aquitania y del segundo marido de ésta. Enrique II de Plantagenet, rey de Inglaterra. Desde chico le tocó presenciar las mutuas infidelidades de sus padres, y el amor absorbente de su madre seguramente le estropeó sus gustos por cualquier mujer. Por supuesto, a la hora de casarse fue su misma madrecita quien le escogió a Berenguela de Navarra, a quien le dio el sí en Chipre para después ocuparse muy poco de ella.

La leyenda nos retrata a Ricardo Corazón de León en la miasma de una pasión amor-odio por su rival en la lucha por el Santo Sepulcro, el bellísimo sultán Saladino de la espesa barba y ojos negros. Ricardo al llegar a la Tierra Santa se enfermó del estómago, y aunque Saladino y él estaban en bandos contrarios, Saladino le mandó confituras confeccionadas por él mismo y sedosas rosas oro de Ophir. Saladino, caballero perfecto y sin el peso de conciencia que pudo ocasionarle un devaneo homosexual (recordemos que para los turcos de entonces el tocarse entre hombres no era nada de otro mundo!) aceptó el cadeau d’amour de una preciosa gata Manx de manos del monarca inglés. Aunque nunca se ha podido confirmar si al fin y al cabo Ricardo y Saladino consumaron su infatuación en la cama, es obvio que existía una atracción que le debe haber puesto los pelos de punta tanto a Berenguela como a Leonor de Aquitania, quien odiaba y amaba al mismo tiempo a “ese infiel”(Saladino.)

A pesar de que se habla de los ingleses como seres fríos, algunos de ellos han sido víctimas de calenturas amorosas de cuidado. Eduardo de Carnarvon, recordado por los historiadores como Eduardo II, fue el primer heredero al trono inglés en portar el título de Príncipe de Gales. Fue un hombre que se vio gobernado por su inclinación a los hombres. Era hijo del fabuloso y cruel Eduardo I Pataslargas y a pesar de que en 1308 lo casaron con la bella princesa francesa Ana Isabella, siempre prefirió a los machos. En una ocasión su padre tuvo que darse a la tarea de librar a Eduardito de un amante hostigoso defenestrando al aprovechado muchacho desde lo alto de un castillo. Entre los predilectos de Eduardo Ii estuvo un gascón muy aprovechado llamado Piers Gaveston, quien al ser el idolatrado darling del rey provocó la ira de los nobles que se veían desplazados por el mariconcito cuya mayor gracia era una silueta apolínea y un talento para componer melosos poemas de amor.
Piers Gaveston estaba en su apogeo cuando se tuvo que ir exiliado para evitar mayores revueltas, y acabó su agitada vida siendo asesinado por los nobles de Eduardo cuando se atrevió a regresar del exilio. Eduardo siguió enamorándose de machos y esta vez fueron Hugh Despenser, padre e hijo del mismo nombre, quienes capturaron su febril atención. El hijo acabó siendo el gran amor de la vida del monarca, siendo una beldad de enormes ojos azules y musculatura a lo Charles Atlas. Con los amores del rey por Hugh (lejano antepasado de Lady Di), la gota colmó el vaso de paciencia de la reina Ana Isabella. Furiosa por tener que compartir su marido con otro hombre, fraguó un complot desde Francia con su amante Róger Mortimer,y poco después lograron derrocar a Eduardo II. El atildado monarca fue capturado y enviado al Castillo de Berkeley, donde Ana Isabella ordenó que lo mataran introduciendo una varilla de hierro al rojo vivo por el ano al pobre Eduardo II.

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