Si caminamos hacia el sol dejamos las sombras detrás

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Ing.Adolfo Urrutia y Cecilia,2005

lunes, 4 de enero de 2010

el dios de los ateos


EL SORPRENDENTE CARLOS MARX


"A igual trabajo igual paga, más trabajo, más paga...", me exige mi hija Elizabeth tras anotarse varios cienes en sus exámenes, con la manito extendida esperando su "paga" y citando a un inmortal barbudo alemán. Un 14 de marzo de 1883 se extinguió la vida de Carlos Marx, uno de los más grandes pensadores que ha dado la raza judía, pero su vigencia sigue intacta a tantos años de su desaparición física. El Capital sigue siendo uno de los monumentos del saber, producto de una mente privilegiada.

Sus citas textuales adornan monumentos, y en la década pasada desenterraron su frase "la religión es el opio de los pueblos" para lanzar el ateísmo como un último alarido de la moda política, y cuando hace unos años en un artículo lo mencioné como sensualísimo especímen humano, muchas cejas se alzaron. ¿Pero quién era en realidad este hombre moreno con espesa barba de Zeus y mirada inquieta? Carlos Marx vino al mundo un 5 de mayo de 1818 en Tréveris, cuando esa parte de Alemania aún se llamaba Prusia. Casi todos sus ancestros machos habían sido rabinos, pero al papá de Carlos le dio por abjurar de la fe hebráica e hizo bautizar al rollizo y gritón bebé que era Carlos en una iglesia evangélica. Carlos con el correr del tiempo habría de albergar un odio encarnizado contra toda forma de religión y bastante indiferencia hacia los sufrimientos de su raza. Tenía el hermoso Carlos 16 años cuando el Cupido lo flechó de una vez por todas. El objeto de su pasión era 4 años mayor que él:

Jenny von Westphalen, una aristócrata de pelo rojizo y ojos verdes. Una vez que hubo finalizado sus estudios en la Universidad de Jena, y a 8 años del primer saludo tímido entre Carlos y Jenny, se casaron. Carlos ya se había ganado la ira de muchos escribiendo encarnizados artículos en revistas literarias y periódicos de diversas ciudades, como París, Colonia y Bruselas. Era activista del movimiento socialista clandestino, y el París conoció a un chele que habría de ser su mejor amigo y colaborador de toda la vida: el también germano Federico Engels. Este Engels era hijo de un rico fabricante de tejidos y estaba destinado a escribir junto con Marx el Manifiesto Comunista (que data de 1848), escrito para la Liga Comunista. Para 1849, Carlos optó por irse a Londres y Engels se fue a trabajar en una fábrica de tejidos de su papá en Manchester.

Carlos como padre de familia fue bastante irresponsable al inicio de su vida conyugal. No solo había contrariado a su familia y a la de Jenny al contraer nupcias, sino que una agria suegra acabó pagando su viaje de luna de miel a Suiza en 1943, después de muchas rebatiñas. Carlos era fogosísimo en la cama, pero cuando Jenny salía pipona rezongaba a más no poder. Carlos le debía a media humanidad, los tábanos le salían hasta en la sopa y desde chiquitos adoctrinó a sus hijos para que ellos contestaran a los cobradores diciendo que "el señor Marx anda de viaje." En varias ocasiones Carlos y familia vieron sus trastos echados a la calle al faltar el pago puntual del alquiler. La primera hija de Carlos nació en París y con costo hubo pañales en los cuales arroparla. Carlos se negaba a ser "productor de dinero vendiéndose al capital" y su familia pagó los platos rotos de esa actitud. Cuando una niña de Carlos, Francisca, murió, tuvieron que pedir dinero para costear el funeral. Carlos como padre no tuvo mucha suerte.

Solo tres de sus siete vástagos llegaron a la madurez, y de ellos dos acabaron suicidándose. Sin embargo, Carlos hizo méritos para ser considerado un hombre casero. Gustaba contarle cuentos a sus niños, los llevaba a merendar al parque los domingos (aunque fuera con reales prestados), y aún a la hora de buscarse un devaneo, no fue lejos de casa. Jenny, temerosa de más embarazos, se fue haciendo menos amena entre sábanas, y Carlos, poseedor de una virilidad prodigiosa, buscó alivio en Lenchen, una bella y joven criada que había sido cedida a Jenny para trabajar con ellos. Helena Demuth, llamada cariñosamente Lenchen, fue una excelente ama de llaves, cocinera, costurera y sirvienta de los Marx, y después de una tanda de ajedrez se llevó al amo a la cama. De esos juegos amorosos Lenchen salió encinta y le tuvo un hijo a Carlos.

El muchachito -quien era fotocopia de su papi a como suele suceder con los bastardos como para que no los nieguen- fue cedido en adopción a una familia cómoda y Carlos nunca lo reconoció oficialmente, temiendo que Jenny le pusiera las maletas en la puerta. Carlos solo vio a su hijo clandestino en 1882, poco antes de su muerte. Sin embargo, Carlos era el típico macho que critica en otros lo que él mismo hace, y en una ocasión se peleó con Engels al recalcarle a su amigo que la recién estrenada amante de éste era de muy baja procedencia (y esto de quien abogaba por el proletariado!). Jenny murió en 1881, dejando a Carlos como cúcala desarbolada... y Lenchen siguió trabajando para el viejo Carlos hasta su muerte en 1883. Luego se fue a trabajarle a Engels. Carlos además tuvo aventuras sexuales con Frau Tenge, una acaudalada italiana casada con un viejo terrateniente, y con su prima Antoinette Phillips, quien le sirvió de enfermera durante un fuerte ataque de furúnculos, mal que lo aquejó toda su vida.

Carlos era buen gastrónomo, odiaba el matrimonio burgués (aunque el suyo lo era en un 100 por ciento y él siempre tenía la última palabra en todos los asuntos) y no perdonaba a los hombres que sopapeaban a sus mujeres. Además, era poco aficionado al baño, apestaba a cabro viejo y quizás por esa falta de aseo toda su vida se vio atacado por enfermedades cutáneas. En casa era un victoriano que no permitía malas palabras a nadie, pero en círculos de hombres era bueno a sus chistes verdes, usaba palabras soeces para designar las menudencias y le fascinaba la poesía erótica francesa del siglo XIV. Como sensualista que era, amaba apretujar a Jenny, besarla de pies a cabeza, anidar su rostro en las axilas de ella y hasta propinarle un toquecito en el trasero cuando iban al parque. Carlos solía mantener su barba abundante y con los pelos de punta para parecerse al dios griego Zeus, de quien tenía un busto en su despacho.

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