Si caminamos hacia el sol dejamos las sombras detrás

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lo dijo William Wallace

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Ing.Adolfo Urrutia y Cecilia,2005

lunes, 4 de enero de 2010

para el ìncubo real de Esteban


El Incubo de Aquella Primavera


“Si mucho me apuran, he de hacer una confesión grosera: siempre he odiado la primavera. No que la haya conocido desde chiquita, pues soy descendiente de Yarrince, el gran cacique Ulva, y nací en una tierra codiciada por los cheles, pero en la cual lo más cercano a la primavera es la estación húmeda cuando el cielo gris tropical se parte como una tinajita apedreada por los vientos y solo vierte agua sobre nosotros. Es el tiempo de la pitahaya, de las catapanzas en silvestre explosión en los montes, y posteriormente del nancite con el cual me empaché a los 10 años tras un hartazgo de casi dos galones de helado hecho con ellos. Cuando mis padres me mandaron a un colegio carísimo donde la única ventaja era el inglés, mis profesores norteamericanos comenzaron a martillarme en la cabeza un complejo de culpa por ser oscura y porque en Nicaragua no hay una primavera de fresas, pajaritos libidinosos, ni conejitos de Pascua con colesterólicos huevos de chocolate. Los extranjeros no nos perdonan la ausencia de moras y el hecho que jamás se imaginan un fauno verde deambulando a orillas del Xolotlán.
Pero cómo se equivocaban en cuanto a la presencia del primaveral sátiro! Me estaba predestinado desde mi niñez. Los torrenciales aguaceros de la Managua pre-terremoto del 72 iban a atraerlo como un pararrayo seduce a la centella.
El primer indicio que habría un sátiro, un socio de Pan con su languidez sensual, o un fauno en mi accidentada vida, arribó poco después del cataclismo que causaría 50 mil muertos poco antes de la Navidad del 72. Era marzo del 73, y el hermoso indio norteamericano que nos daba la clase de gramática y literatura del idioma de Shakespeare habría de presentármelo con nombre y apellido, y por qué no decirlo,
hasta con cierta gracia. El profesor Martin nos puso a leer uno de los poemas del iconoclasta por excelencia Edward Estlin Cummings, poeta y grabador gringo a quien le picó la rana de firmarse solo e .e .cummings y echar a la basura todo tipo de puntuación y reglas ortográficas. Bueno, por lo menos él ya las sabía, por eso se dio el lujo de fracturarlas y hasta violarlas al punto de hacerles delicioso hijos sin mayúsculas ni tiempos verbales. Nunca me olvidaré que la tarde estaba pesada con la amenaza de lluvia, unas enormes nubes cúmulustratos(en buen nicaragüense, un cielo encapotado de nubes gordas sin asomo del celeste) se erguían como puños listos para apalearnos la sequedad. El calor era apabullante, y una sarta de transparentes perlas de sudor anidaban encima del labio superior de esta vuestra servidora.
Abrir el libro de literatura fue desencajar la puerta de los mares de la desaparecida Atlantis de Platón, una cocobola imaginaria estrellándose en el dique que protege del mar a Ámsterdam. Ahí estaba el escalonado poema Primavera de cummings y fue peor que un gancho al hígado propinado por Muhammad Alí.
Decía exactamente:
“en apenitas primavera cuando el mundo está deliciosamente lodoso el pequeño
y cojuelo vendedor de globos
silba lejos y tierno
y eddie y bill vienen corriendo
desde canicas y piraterías y es la primavera
cuando todo el mundo está maravilloso de charcos
el extraño viejo vendedor de globos silba
lejos y tierno
y betty e isabel vienen bailando
de la rayuela y la cuerda de saltar y
es primavera y el vendedor de globos con casquitos de cabro
silba lejos y tierno”.

Un escalofrío dejó atrás a los olímpicos Jesse Owens y Jim Torpe como si hubieran sido maletas que no sabían correr. A velocidad de la luz me sudé todita, era la respuesta intuitiva que el gran Agatón, el mismo que decía que ni los dioses podían cambiar el pasado, afirmaba sentir cuando estaba ante una obra maestra. Era la conjugación en el más perdurable siempre del verbo de los sentidos, y estaba destinada a sentir algo similar ante El Columpio de Fragonard o El Grito de Munich, pero para entonces no sabía que conocería ambos cuadros en Europa más adelante en la vida. Para mi entonces de esa adolescencia imperturbable ya me sabía de cabo a rabo todos los personajes de las mitologías griega, romana, caldea, persa, india y todo coincidía: las patas de cabro del vendeglobos, fauno o diablo? Cachos, una barba verde y olor a yerba fresca, era un íncubo acaso, aquel legendario ser que en la Edad Media decía rondaba a las mujeres para succionar su sexualidad y hasta hacerles un hijo? Era acaso un moclín que se iba a sabrosear con eddie y bill si era invertido o con Betty e Isabel si le gustaban chavalotas como a Charles Chaplin, Román Polanski y Errol Flynn? Cómo me sentaría a mí tener un íncubo amarrado en el traspatio de mi casa de dos pisos, y sacarlo a pasear para que me custodiara junto a mi perro pastor alemán Blackie cuando iba a recolectar catapanzas por la vía férrea, casi llegando al lago Xolotlán, en una gris tarde de domingo? Globos? Fue el morboso de mi compañero de escritorio, tan judío como yo, criado con ideas de dybbuks que le quitaran la voluntad a una mujer, quien me dijo,pendeja, eso de los globos es por los condones, si los inflás sirven de globos, este viejo gringo del tal comino, digo cummings, escribió en doble sentido, como José María Peñaranda. Un rubor trepidante me subió desde la columna hasta la cara redonda y el maestro me miró fijamente.-Compartes tu interpretación del poema, Adwa? Ya que lees tanto, ha de ser muy interesante-dijo el docente.
Apenas logré decirle que era una versión disfrazada de un fauno que tentaba a niños inocentes atrayéndoles con los globos, pero el silbido agudo y tierno y lejano era como el de una tetera hirviendo, el calderón hirviente de la líbido aún adormecida. Para qué meterme a explicar las virtudes comparables de un íncubo en su punto de caramelo, o un fauno que sigue a la ninfa sin que fuera un romance tierno a lo Dafnis y Chloe de Longo? Estoy segura que míster Martin me entendería, al viejo le chorreaba la sesera de tan espeso, pero la mayor parte de mis camaradas estaban como el legendario Platero de Juan Ramón Jiménez, y para rebuznar no precisaban cascos. Por lo menos Platero era tierno y dulce, y muchos de mis condiscípulos sentían por mí un papiamento condimentado con granos de envidia, semillas de miedo sencillo y prejuicio virulento contra mi peculiar mezcla racial de india con judía. No andés gastando pólvora en zopilotes, me hubiera dicho mi sabia pero supersticiosa abuela materna católica, apostólica y romana (aunque como los gatos rayados del Trastevere, no como el papa), quien al verme que era zurda a los 2 años de edad, optó por amarrarme la manito izquierda tras las nalgas para que comiera con la derecha, ya que los zurdos según ella eran hijos del diablo. Tampoco quería armar polémica, aunque por haber sido nombrada en honor a la batalla en la cual el emperador Menelik II de Etiopía deschincacó a los hediondos colonialistas italianos a finales del siglo XIX, ya tenía bastante.
La lectura del poema de cummings fue un viernes. Yo apenas tenía trece años y no había tenido una sola regla. Pero dos días luego, en un domingo de Ramos según los católicos, una mezcla aromática entre chocolate y vinagre bajó de mis entrañas y manchó mi ropa interior. Fue mi menarquía, a como dicen los ginecólogos en su léxico diseñado para infundir pavor en sus pacientes para resultar en provecho pecuniario a favor de ellos. Iniciaba sin darme cuenta la monarquía de mis sentidos, los cuales permanecerían en un sopor extraño por tantos años por venir. Nunca me logré quitar de la cabeza la idea absurda que la lectura del poema me había activado las hormonas. Es algo que no tiene pies ni cabeza, pero quién me destierra al Estigia del olvido esa locura?
Ay, profesor Martin, había creado usted un monstruo en mí! Fue abrir las compuertas de Hades, patearle los guevos al cancerbero y sacar a volar a diablos sin nombre! Me fui a la biblioteca y saqué un libro de poemas de e.e.cummings. Lo leí en una sola noche, mientras mi hermana se retorcía de la ira porque la luz de mi lámpara de noche no la dejaba dormir. Chavalita hijueputa, entre los pedos de tu tigrillo que no sé porqué lo traés a dormir aquí en tu cama y esa luz maldita me van a dejar loca, no puedo dormir, andá lee a la sala, pendeja de mierda, de tanto leer se te va a seca el seso, pordiosito, te pago 40 varas pero apagá la luz, ya son las 3 de la mañana. A la mañana siguiente, desvelada pero feliz, devolví el libro para poder sacar otro del mismo autor. La bibliotecaria, una vieja pelirroja más cascarrabias que doce alacranes puestos juntos, me miró con cara de susto. Claro, ella como gringa creía que los negritos del tercer mundo no sabían leer. Quizás por maldad la vieja taimada me susurró:-Fabuloso. Verdad? Alborota! Algún día te encontrarás a tu propio viejo de las chimbombas y ojalá lo sepas apreciar cuando lo tengas.- Luego soltó una pequeña carcajada macabra.
Al año siguiente, ya no tuve al erudito profesor Martin, sino a un maestro más joven, era para ser exactos un octorrón de tez canela, ojos extraños y bigote a lo escobillón de Vercingétorix. Se llamaba Gary y no era ni la mitad de letrado que mi anterior maestro, y a veces me daba la sensación que le asustaba que yo leyese tanto. .Al cabo de unos meses, era como si daba la clase solamente para mí, pues los otros no entendían ni pío, John Donne con sus poemas metafísicos les caía como Diazepán y todos coincidían que leer a Godofredo Chaucer era como hartarse una libra de purgantes en ayunas. El pobre hombre debe haber pensado más de alguna vez que le hubiera ido mejor quedarse en la granja manicera de su papá allá en la somnolienta Alabama que venirse a este país de zancudos y dos estaciones a enseñarle a una bandada de malcriados burros con reales. Para entonces mi compromiso forzado ya era cosa del pasado. Yo había sido comprometida a los 8 años con uno de mis compañeros de clase, Yoni, quien era chato, feo, chaparro, con nariz de menudencia masculina y unos ojos espantosamente amarillos como la hepatitis. El rompimiento se dio después que le confesé a mi comprensivo padre que jamás me vería en la cama con ese adefesio que para colmo era un analfabestia, y que después de aquello que os conté había que hablar de algo y que más que hacer el amor iba a hacer el ridículo si me obligaban a contraer matrimonio de conveniencia con esa monstruosidad que con costo me llegaba a la chicha.
Sin embargo, a pesar de haber roto el compromiso Yoni seguía considerándose el amo y señor, poseedor de mi alma que no estaba segura de tener y de mi macizo cuerpo de pesista incipiente, dueño de mí y de mis notas excelentes y mis pensamientos subversivos que él esperaba modificar con una inyección rotunda de buen derechismo envuelto en sionismo militante. Por eso le cayó tan mal que de repente el hermoso mulato que era nuestro profesor de inglés me dedicara más atención que la que consideraría normal y los 50 minutos contados que duraba la clase llegó a ser un infierno, a como me imaginaba sería el ambiente en París tras la entrada de los chacales nazis en mayo de 1940…otra primavera fatídica! Todos los judíos de la clase se sentaban en torno mío, el sitio de Julio César y sus huestes ante la Alesia que era yo de este oscuro Vercingétorix, me sentía Moscú en 1812 rodeada por tropas napoleónicas. La burbuja estalló al final del segundo semestre, cuando Gary tuvo el arrojo de visitar a mi padre y sin haberme dicho nada a mí sobre la opinión que yo le merecía, en una tarde de tormenta propuso que yo me casara con él y me fuera a vivir su versión del American Dream en su polvorienta granja adormilada de maní en el sur estadounidense, prometiendo solemnemente que me permitiría estudiar algo bonito para una mujer antes de reventarme de tanto parto y trabajo doméstico. Después de darle una avergonzada negativa, alcancé a preguntarle cómo interpretaba el poema Primavera de e. e. cummings. Antes de responderme con una sonrisa sombría, vi un asomo de crueldad pasar tras sus lentes claros que usaba solo para leer y que quizás llevaba para tirarle la pinta de intelectual a mi papá. Luego me dijo:- Es tu kismet, Adwa, el retrato de tu destino. Y a como decía Bayaceto I a sus concubinas, que puedas conocer solo dicha en eso.
Gary no renovó contrato con el carísimo pero inútil colegio donde estudiaba yo desde kindergarten. No sé si fue que sintió que había faltado a la regla invisible que estipula que el profesor y el alumno no se involucran sentimentalmente-ni siendo esta atracción unilateral, como en su caso-o que su padre le hizo, a como decían en El Padrino, una oferta que no podía rehusar, pero Gary regresó a Alabama y al cabo de unos meses su cartas cesaron de llegar.
El que me daba más pesar era mi padre. Con dos solicitudes de mano para su hija menor, y ambas fracasadas, no sabía qué hacer conmigo. El compromiso mío con Yoni le había costado una casa en un buen residencial porque quien iba a ser mi futura suegra, Aydié, consideró conveniente no devolver mi dote porque estimaba que yo había agraviado al gnomo de su hijo. La realidad era que la vieja viuda Aydié era una ludópata de tomo y lomo, y en una noche de canastas, copas, humo de cigarros Gauloises y derroche, había arriesgado la casa de mi dote y la perdió en menos de tres minutos junto con mil dólares más, una motoneta que usaba el mensajero de su negocio de repuestos y hasta casi los calzones Kaiser de encaje que andaba puestos. Para colmo, tuvo la cachaza de solicitar que yo devolviera el enorme anillo de amatistas y brillantes que su hijo me había dado para el compromiso-y que me gustaba más que el hombre en sí, si es que a ese tuco de gente se le podría alguna vez llamar hombre- dado que se sentía muy ofendida. Con el corazón pesado me quité de la mano el anillo sin saber que la dote estaba perdida. Me sentía desplumada como gallina para una olla de sopa de albóndigas.
Aunque le aclaraba mi madre que a los 14 años ninguna hija de Eva podría autollamarse cotorrona a quien la dejó el tren y ella misma se había casado con mi padre tras haberse distanciado de su treintena, mi padre estaba pensando que a lo mejor yo no era muy vendible en el mercado matrimonial. Había algo severamente dañado, o inexistente, o extraño en mí. No era el extraño olor a incienso , chocolate y ambargris que soltaba al sudar yo, un aroma que al parecer fascinaba a mis gatos y al tigrillo que dormía plácidamente sin arañarme.
Conforme fui creciendo me fui percatando que el destino tendría reservado algo extraordinario para mí, aunque no sabía si en el buen o mal sentido de la palabra. Vi a Yoni correr tras una y otra shiksa (léase muchacha no judía, por cierto un término despectivo cuando dicho por un hebreo) , sintiendo una gran indiferencia anidándose entre piel y huesos. Sería ése el castigo por cargar con semejante cruz de conocimientos, una especie de maldición del vendedor de globos rellenos de feromonas imaginarias que yo no supe aprovechar? Habría algún dios del bosque en el panteón de deidades que considerara que mi indiferencia sería castigable? Estaba destinada a nunca conocer el potencial de mis sentidos por haberme adentrado en un túnel de conocimientos con el minotauro de mi propio intelecto fosforescente e incandescente?
Mi madre habría de rabiar abundantemente cuando opté por rechazar las becas que me ofrecían universidades estadounidenses como Cornell, Princeton, Radcliff, Yale, Tulano y Stanford. No le parecía cuerdo que rechazara irme a la cumbre del capitalismo, donde me podrían enseñar las mil y una mañas zorrunas para hacer billetes y poder explotar al prójimo sin educación del desgraciado paisito entre el Coco y el San Juan. Jodido, como todo lo has tenido servido en bandeja, te vale verga, querés ser otra negra bruta como yo, que hasta ya casada y parida me pude bachillerar? Así pagás tanto mimo, desdeñando oportunidades doradas, so mensa, aúllaba ahogándose de la ira y buscando con qué darme en las nalgas, por que era buena a los sopapos. Yo no le contestaba, tocaba madera sin que me viera, y no tenía a quién rezar que me contestaran de Francia que sí, que me tomaban con beca, sin reservas, y de los nervios sentía como si sudaba aceite de motor. Yo quería una educación humanista, racional, sabia, sin dioses-ni siquiera el codiciado Mammón del dinero-y nunca pude confesar que aunque había descubierto al satánico y fascinante fauno en el vendedor de chimbombas del gringo e. e. cummings, algo en el fondo de mis poros me decía que ese macho cabrío extraño no residía en Estados Unidos, era algo antiguo que tendría que ver con galos o celtas o serbios, o con druidas que en aquel entonces creían en otra cosa.
Una tarde de lluvia, exasperada, fui al apartado postal que mis padres tenían en la oficina central del Palacio de Comunicaciones en los escombros de Managua. El viejo chofer me acompañó, notando que estaba nerviosa. Las manos le sudan como heladas ranitas de estanque, niña Adwa, me dijo. Abrí el apartado y ahí estaba el sobre. Tenía miedo de abrirlo. Yo sé que usted no es diosera pero yo le prometí a mi Minguito de Guzmán que si le dicen que sí los franchutes yo iré en la procesión vestido de indio y con alquitrán todos los años, me dijo el chofer. Un júbilo sin límites presionó sobre mi vejiga y un torrente de orines bajó empapándome los jeans.-Sí, don Alberto, me voy!
-Su niña mamá va a cagar un tractor prendido cuando lo sepa, aunque su papi siendo franchute le va a encantar mandar de regreso a su tuquito favorito para allá.
Unos meses después, montada en un bateau-mouche ( embarcación de excursiones) sobre el gris Sena en París, me preguntaba qué sería de mí. A nivel académico mi futuro estaba resuelto, llevaba excelentes notas, y estaba cómoda en mi apartamento sobre el Boulevard San Michel a pocos pasos del campus que quedaba sobre la calle Victor Cousin, nombrada así por un famoso filósofo francés. Me sentía cansada de tanto estudiar, pero no era eso lo que quería? Y no veía por ningún lado al vendedor de chimbombas de e.e.cummings. Seguía siendo tan inocente como ed y Hill e isabel y betty del poema, oyendo solo el silbido del ser de las patas de cabra. Ni tiempo que tuvieras para divertirte, me decía a mí misma.
Una tarde nublada al inicio de la primavera cuando cumplí mis 20 años, no sé qué me pasó pero me caí en las sucias aguas del Sena. No sabiendo nadar, me rescataron unos estudiantes y me llevaron al hospital. Había tragado montón de agua. Al regresar al apartamento, estudié para un examen y no tomé las aspirinas. Hacia la medianoche, los pulmones se me habían llenado de flema y Dane, el homosexual hermano menor de mi papá quien había sido el angel de la guarda desde que llegué a la Ciudad Luz, se alarmó. Me zampó en el Hospital Americano, donde al poco rato me metieron en cámara de oxígeno. Casi me muero. Pasé en la cámara de oxígeno varios días, pensando a ratos en el examen perdido y sintiendo un pavor helado en la rosca del culo cuando me preguntaba si habría perdido la beca gubernamental que me posibilitaba estudiar en la mejor universidad de toda la pelotita del mundo. A veces abría los ojos y veía la luenga melena pelirroja de mi tío Dane, quien a pesar de confesarse ateo, soltaba unos extraños rezos en Yiddish de tal forma que parecía que estaba teniendo un derrame cerebral. Pero otras veces no lo veía a él. Era una forma nebulosa, un hombre alto, de barba rojiza y ojos negros muy bellos, con una especie de pecas como rocío cobrizo sobre la nariz. Solo alcanzaba a ver su silueta a ratos, pero usaba un traje bordado muy colorido, a como era la moda en la Edad Media en Europa del Este. Tenía el cabello más largo incluso que como lo andaba mi tío Dane, y era castaño cobrizo, rizado y le bajaba hasta la cintura. Nunca lograba ver si calzaba botas.
Una semana después de caer en el Sena, me dieron de alta. Mi tío Dane estaba aún preocupado, y fue el mejor enfermero que pude haber deseado. Fue entonces que concluí que los homosexuales son idóneos para enfermería y medicina, pues poseen una paciencia y delicadeza que los protomachos no conocen ni en foto. Poco a poco fue ganando el peso que tanto necesitaba, pues a mis 5´8 de estatura había quedado pesando solo 90 libras tras la estadía en el hospital. Iba a quedar de por vida lisiada del pulmón derecho y debía comer bien y cuidarme para no acabar tuberculosa. Dane me preguntaba a veces que cómo había caído al Sena. Un mareo nomás, le contestaba yo, sin querer confesar que vi a un hombre con unos globos y ojos negros deambulando con una sonrisa enigmática por el Pont Neuf, por donde está la estatua del pícaro rey Enrique IV, el Verde Galante. Si le contaba eso quizás me metería a un asilo de locos y terminaría mi vida con un doctorado en electroshock, una maestría en sicoanálisis y una licenciatura en desquiciamiento. No, suficiente con que los franceses habían mandado a Charenton al genial Marqués de Sade y a un manicomio cuyo nombre no recordaba entonces a la escultora Camilla Claudel.
Para Semana Santa, apenas pocas semanas después de mi hospitalización, no me pude contener. Me sentía tan estresada que iba a acabar loca de veras. Sentí que iba a tener que librar una batalla para salirme de las enaguas sobreprotectoras de mi invertido pariente. Algo en la expresión de mi rostro debe haber conmovido al viejo para que me dejara irme sola a Roma. Ya no soy una chiquita, le había dicho, te prometo que no me caerán los restos del Foro encima. Y voy sola, enfaticé. Le quedó mayor remedio a Dane? Creo que no. Se tranquilizó bastante al saber que hasta Milán me acompañaría una hermosa hondureña llamada Juana, quien además de parecer una morena versión de las gordas de Rubens, era cabeza fría y sensata a morir. Una vez en Roma, me deleité con los bellísimos gatos a quien nadie les hace daño, me peleé con un guardia suizo que no quiso dejarme tocar un altar recamado de oro y hasta le dije que ese oro era mío como india porque los europeos nos habían venido a saquear después de la fatídica visita del piojoso de Colón. Pero ya mi plan estaba trazado. No regresaría de inmediato a la nublada París primaveral. Tomé un tren que me llevó a Venecia, donde visité la tumba de Igor Stravinsky y le puse flores rojas. Luego otro tren me llevó a Trieste y de ahí a Viena, Austria. De ahí a Praga fue solo un paso. Algo parecía llamarme hacia la capital de lo que entonces era Checoslovaquia. Una sensación casi enfermiza de felicidad sin motivo se apoderó de mí. Andaba una pequeña grabadora y cuando me monté a un barco para surcar las aguas del río Moldavia, presioné el botón para oir las notas del poema sinfónico de Bédrich Smétana El Moldavia. La embarcación se remontaba a la confluencia del Moldavia con el Elba a paso lento, y fue cuando lo vi.
Estaba asomándose al agua, y era exacto a la figura que veía asomarse a mi habitación de enferma en el Hospital Americano en París. Era alto, con el cabello caoba largo y abundante, y cuando se volteó hacia mí, lo reconocí por la pálida estela de pecas hacia un lado de su nariz. Nunca había visto ojos tan negros en una persona de tez clara. Vestía una camisa blanca de mangas largas y abombadas, ceñidas al puño, como las que uno imagina que usan los gitanos. Toda la camisa estaba ricamente bordada, y andaba flojos pantalones negros. Podría haber tenido unos 27 años. Era alto y robusto. Por qué no me fijé en los pies fue algo que nunca podré contestar. Yo lo recuerdo como que andaba enfundado en botas de tacón bajo, algo como marrón o ciruela, pero no me pregunten. Sonrió y se presentó a sí mismo:-Stefan, mademoiselle.
Hablaba perfecto francés. Fue fácil entablar conversación con Stefan. Me daba la sensación de conocerlo desde antes. Cuando acabamos el viaje y regresamos a Praga, le dije que iría a Viena antes de regresar a París. Fue cuando me dijo que él tenía un viaje hacia Francia pero no tenía fecha exacta. Impulsivamente, saqué un trozo de papel y le di mi dirección y número de teléfono en París. Dane no hubiera aprobado eso, para él era peligroso darle direcciones a un extraño. Pero Stefan no parecía un extraño. Olía familiar. Le dije que en Praga me hospedaba con una amiga, y que me iba la mañana siguiente hacia Viena en el tren de las 6 de la mañana. Nunca esperé verlo en la estación de trenes a la mañana siguiente, y si mi tío Dane hubiera sabido que ese hombre había estado ahí probablemente hubiera alertado a toda la Sureté francesa creyendo que era algún criminal en serie que deseaba ingresarme a su rosario de matanzas. Se despidió de mí dándome una rosa roja, lo que me sorprendió pues en la Praga de entonces era casi imposible conseguir cosas necesarias, qué menos las superfluas. Era superflua una rosa? Qué necesidades inmencionables llenaba? Era suficiente para tener esperanza que algún día encontraría a mi vendedor de globos reales en situaciones imaginarias? No me gustaba dejarlo atrás en Praga, pero algo me decía que tendría que topármelo más adelante. Stefan. Stefan qué, me pregunté cuando el tren comenzó a andar. Stefan en una primavera en Praga, quedaba atrás. Tenía cosas más concretas que hacer, como reintegrarme a clases para no perder mi beca, sacar de 95 para arriba, escribir a casa, calmar los histerismos sobreprotectores del tío Dane, quien siempre me soñaba asesinada en Cliché, o secuestrada en un harén de traspatio en Gennevilliers, o violada en el asqueroso Le Plessis-Robinson, en último caso lanzada al fondo de las catacumbas parisinas. Desde mi ventana logré ver la tarima, donde Stefan, esta vez ataviado todo de negro, quedaba mirando al tren que se alejaba, buscando mi rostro entre las ventanas abiertas. Fue cuando en un milisegundo, creí no verle pies humanos. Lo vi como un fauno, con cachos. No. Estaba loca. Hasta qué límites llegaba mi obsesión sembrada por un poema de e. e. cummings hace tantos años en un aula de secundaria?
Al regreso a París, tuve que estudiar el doble pues había perdido dos días de clase. Algunos de los profesores cuyas clases perdí me miraban ceñudos. Claro, es nicaragüense. Ya se sabe, latina. Huy que todas las latinas hay que probarlas una vez como platillo exótico, son sumisas, calientes en la cama, apasionadamente celosas, pero no, uno se casa con una francesa, no con ellas, al menos que te enredes un poco. Y las nicas, solteras están bien, pero son flojas, lerdas y tras el primer parto, se hacen unas enormes moles de celulitis. Y siempre quieren que las mantengan, solo son dame más, y no les gusta trabajar y aunque anden un Bulova no miran el reloj porque siempre llegan tarde.
Pasé los exámenes sin apuros, y tomé unos cursos de verano para acortar camino. Quedé esperando a Stefan. Mi tío Dane me preguntaba si había encontrado algún hermoso serbio por ahí que me robara el corazón, si por eso a veces me veía triste. Pero yo no soltaba prenda. Pasó el verano, y Dane se volvió a enamorar, esta vez de uno de mis compañeros de clase. Pareció rejuvenecer en pocos días, parecía un hombre de 30 años, vigoroso y lozano. Esa mierda debe ser hormonal, son las feromonas, los jugos del alboroto, esencias destiladas de la líbido a como decía Yukio Mishima en sus destellos de humor grotesco. Solo yo me quedé plantada. Por maje, de veras será que las nicas somos lerdas?.Me hubiera traído a Stefan en el mismo tren y a propósito de tren estaba como un tren, como para que le pasara encima a uno y ni decir ni ay. Me jodí yo sola, con razón hasta mi cochón tío me tiene lástima. No me quiso dejar en agosto, en los pocos días de vacaciones en París, y me llevó con él y su amante a Le Havre, y ahí, en medio de la bruma, creí haber visto a alguien con unos globos, pantalones ceñidos y una cabellera atada en una cola. La cagada fue que al acercarme, jadeando como loca, con el corazón en la boca, resultó ser una mujer, Jodido, una lesbiana, solo eso me faltaba. Fue tanta la decepción que casi le pego a la pobre mujer que se ganaba honestamente la vida vendiendo globos coloridos sobre la playa. Para eso era el verano? No, mis globos eran de primavera, de día lluvioso, con el sol asomándose con timidez tras las cortina de nubes, cúmulostratus, grandes y agresivas como las de Nicaragua, nubes grandes como mis nalgas! Los globos de mi vendedor de globos venían en una tarde gris, con un poco de lluvia como rocío retrasado. Un verano como éste los hubiera reventado.
El verano le soltó las riendas al calor para que se fuera a otra parte, y el otoño repleto de hojas multicolores dio paso al invierno con sus estrellitas de copos y árboles pelones. No sentía que hubiera chance que alguna vez volviera la primavera. Estaba harta de andar cubiertas hasta los ojos en lana y pieles artificiales, porque de ninguna manera yo me iba a poner la piel de un animal, no era criminal. Fui adentrándome en las más diversas e interesantes secciones de la historia europea. Mi tío Dane se vanagloriaba de tener a la sobrina más brillante del mundo, alguien para quien un 99 era profunda desgracia, un cerebrito de armas tomar, coquito privilegiado, o como mi madre me decía en sus pocos arranques de ternura, sosteniendo mi cabeza, guacalito de erudición. Pero no estaba completa. Me sentía sumergida en una melancolía disfrazada de humor travieso, repleto de chispas que me molestaba como espinas de un pez fosforescente dentro de mis aguas cotidianas de la excelencia. Dejé de esperar a Stefan. Tuve temor de confesar nada a mis parientes, ni a mis amigos. Sería el hazmerreír de todos. Ilusionándome por haber hablado solamente una vez con un extraño. Muchacha, cómo criticás las novelas baratas de Corín Tellado y vos querés un final feliz con un tipo que solo te vio por horas y tuvo la gentileza de darte una rosa roja? Francamente que estás mal, poné los pies sobre la tierra. Y calmáte. Ahora que lo mencionás, mujer, de eso quiero hablarte pero no me atrevo. Me dirás que porque soy gay y tu tío sobreprotector, ando imaginando carimbadas. Hago tu cama después que vos salís corriendo hacia la universidad, y he encontrado una extraña humedad en las cobijas. Huele igualito a mí después que él y yo hemos estado juntos. Ese olor no se pierde. Y me consta que no traés hombres a casa. Estás en el perfecto estado de la virginidad. Cuento los días de tus reglas, reloj suizo, preciso, con pocos dolores. He encontrado cabellos castaño-rojizos en tu lecho, y yo ahí no duermo. Además, yo no boto pelo, y es un color más oscuro que el de mi pelo. A veces te oigo hacer ruidos raros mientras estás dormida. Abro apenas la puerta de tu habitación y estás revolcándote en la cama, y a veces he creído ver un bulto a la par tuya. No son tonterías, trucos de mi vista de mis cincuenta y pico de años .Es demasiada casualidad. Ya lo imagino, cuántas cosas me quiere preguntar y no se atreve. Pobre viejo, si supiera lo confundida que estaba yo.
Yo de algo estoy cierta: para cuando la primavera del año siguiente quiso atisbar y entrar con pisadas verde limón, yo ya no esperaba a Stefan. Iba a clases, estaba orgullosa de mi compostura, de mis excelentes notas, de ser considerada una perfecta enciclopedia ambulante. Hasta uno de mis profesores me llamaba La Petite Didérot, la pequeña Diderot, recordando al francés creador de la enciclopedia. Iba muy ocupada yo escuchándome hablar ante el estupor de los tres compañeros que me acompañaban cuando lo vi. El corazón se me desmoronó en el pecho, una especie de infarto alegre, una apoplejía de las glándulas sudoríparas, un disparo en las suprarrenales, un encogimiento feliz del páncreas soltando insulina como en cascada, un susto contento de los pulsos. Caminó hacia nosotros con las manos tras la espalda y ya estando ante mí sonrió. Y sacó varios globos de colores como si los hubiera andado metidos en el trasero. Me los dio. –Stefan de nuevo-dijo, tomándome una mano entre las suyas y estampando un beso en la palma.
Mis compañeros se quedaron viéndome como si yo me hubiera convertido en un caimán luciendo un traje Chanel. Se excusaron rápidamente, dejándome a solas con Stefan.
- Ya no te esperaba- dije.-Gracias por los globos.
-Afuera llueve, el cielo está gris, como casi siempre en París. Bueno, en mi país llueve mucho también.
-Y eso es dónde?
-Moldavia, Adwa. Y echo de menos mi tierra, siempre ha sido mi gran amor.
-Nunca te pregunté por tu apellido, qué descortés, no?
-Bueno, un poco. Es Musatin. Stefan Musatin para servirte. Te gustaron los globos, no? Es lo que querías, más que rosas, no?
Lo quedé mirando atónita. Luego, me intenté sobreponer lo suficiente como para preguntarle:-Cómo sabés eso?
-e.e. cummings, mujer. Yo lo he leído también. En esta oportunidad he podido leer muchas cosas maravillosas de este siglo que pronto finalizará. Jamás me hubiera imaginado cuán maravillosas serían sus poesías, sus conceptos de la vida. e.e. cummings se ajustaba a veces demasiado a lo veía, otras veces la imaginación se le disparaba.
Demás está decir que continuamos hablando toda la tarde. El me hablaba de lo jodido que estaba su país, que no soportaba al imperialismo y yo suponía que se refería a los soviéticos o a los gringos. Tenía unos deseos enormes por hacer grandes aportes a la autodeterminación de su país. Decía que la esclavitud a la que estaba sometida su pueblo a merced del injerencismo extranjero era algo que no lo dejaba tener paz. Yo lo entendía porque en mi país cualquier chele llegaba, pegaba cuatro gritos, se autollamaba internacionalista proletario y sin saber ni mierda ya le quitaba el puesto y el bocado de la boca a cualquier nicaragüense por muy bien titulado que estuviera de una universidad extranjera incluso. Los rusos llegaban a exigir, algunos cubanos morboseaban a las mujeres y hasta una tara dlenos había llegado a invadirnos en los puestos de alta nomenclatura. Serían esos extranjeros abusivos quienes no me permitirían encontrar un buen empleo en la Nicaragua sandinista si yo regresaba bien titulada? Regresar? Sin Stefan? Yo quería llevármelo a Managua para probar que el extraño hombre de mis sueños que vi en la poesía de e. e. cummings sí existía. Miré fijamente a sus pies y él soltó una carcajada.-Solo el hombre de los globos de Cummings tiene patas de cabro. Yo no, sería un fenómeno y ya me estuvieran estudiando veinte mil científicos.-dijo.
Durante toda esa primavera estuve viendo a Stefan. De alguna forma se las ingeniaba para que mi apabullante tío Dane no se percatara del romance. Me contaba que había tenido tres esposas, todas muertas ya, y todas llamadas María. No me negaba que había sido mujeriego, y que quizás yo no sería la última tampoco. Y me llevaba girasoles. Y globos de todos los colores, yéndonos al bosque de Boulogne en tardes de lluvia cuando el mundo era una maravilla de charcos y estaba delicioso de lodo sano y habían niños en el parque de Luxemburgo, talvez no se llamaban Eddie y Bill sino Giles y Pierre viendo el show del Guignol. Yo le hablaba de mis clases, de la tesis doctoral que debía hacer para defender ante unos carcamales grises y eminentes que casi se quedaban muertos en sus sillas mientras el alumno temblaba de miedo. Me silbaba con el tema de Pedrito y el Lobo de Sergio Prokofiev para que supiera que ya estaba ahí, esperando por mí. Stefan poco a poco me iba enseñando las sutilezas del mundo, como la música de la fragancia de las rosas, o la textura aterciopelada de las gotas de lluvia, o el color iridiscente de la música de Claudio Debussy. Lo hacía con el deleite de alguien quien habiendo perdido algo, lo vuelve a encontrar y esta vez lo aprecia diez veces más. Era como si había regresado de un sitio muy lejano y oscuro y ahora se regodeaba en tanta luz y paz.
Fue horrible dejar a Stefan atrás una vez que me gradué. Lo hice con honores, y sabiendo que estaba destinada a regresar a Managua, no tuve más remedio que hablar claro con Stefan. Yo aún no me podía casar, ni comprometer en nada serio. El había sido como un gentil íncubo de primavera, siempre listo para enseñarme las cosas lindas de la vida sin omitir cuánta amargura había en lo cotidiano a veces.
Con el correr del tiempo, me seguí preguntando cómo Stefan había aparecido y de dónde había salido. Fue durante una clase de historia medieval que yo impartía en una universidad cuando me di cuenta de quién era Stefan. Cómo pude haber sido tan ciega? Stefan Musatin. Stefan III el Grande, Stefan Cel Mare de Moldavia, patriota y voivode, sobrino político de Vlad el Empalador Drácula III al haber estado casado en terceras nupcias con María Voichita. Era una tarde de lluvia de principios de marzo y el cielo estaba gris, el mundo estaba maravilloso de charcos y mis hijos deberían haberlo aprovechado para hacer tortas de lodo fino en el enorme jardín de la casa. Esteban de Moldavia, considerado un gran amante también, había pasado una primavera conmigo en París. Nadie me lo iba a creer.
Estaba desorientada. Terminé la clase antes de tiempo cuando un amigo me contó que mi ex maestro de inglés el profesor Martin andaba de visita en Nicaragua. Fui a buscarlo al colegio caro donde tanto me habían hecho sufrir. Estaba canoso, andaba bastón, pero lucía siempre elegante. Le llevé los libros que había escrito en años pasados. Se emocionó mucho.-Mira la tarde, Adwa. Está el mundo delicioso de lodo y maravilloso de charcos.
-Y el cojuelo vendedor de globos silba a lo lejos.
-Lo hallaste?
-Cómo sabe, teacher?-le pregunté sintiendo que era absurdo preguntarle porque más sabía el diablo por viejo que por diablo.
-e. e. cummings a como sabés fue conductor de ambulancias en la primera guerra mundial. En una ocasión, mientras se adentraba por un campo de batalla en Europa a sacar unos soldados, vio al hombre de los globos. Cuando al fin plasmó en papel su poema y lo publicó en la colección de Tulipanes y Chimeneas que data como de 1923, Cummings lo hizo cojuelo para rendir tributo a los tantos combatientes que quedaron lisiados, pero lo que vio fue a un hombre como Esteban de Moldavia. El siempre dijo que vio a Esteban e Moldavia en el campo de batalla, pero para contarlo a los niños, lo hizo un vendedor de chimbombas en plena primavera y no en el horror de la guerra.
Nunca más volví ver mi profesor, pues se regresó a Estados Unidos poco después de esa conversación. Alejandro, mi hijo mayor que nació en Nicaragua aunque fue el resultado de mis últimos días con el íncubo de aquella primavera, siente un gran apego a los días lluviosos, y aunque ya es un joven, no pierde oportunidad de salir con un montón de globos, el cabello rojizo suelto por la espalda, a saltar por los charcos y mojarse. Nunca ha pescado fiebres, pero cuando sueña habla en una lengua extraña de origen eslava de la cual yo aprendí algunas palabras antes de regresar a Nicaragua

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