Si caminamos hacia el sol dejamos las sombras detrás

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lo dijo William Wallace

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Ing.Adolfo Urrutia y Cecilia,2005

domingo, 3 de enero de 2010

Un tributo al Príncipe de las Letras Castellanas


Buscando a Darío


Yo no había sido dos cosas en la vida: ni feliz, ni dariana, eso es seguro. Tampoco era horriblemente desdichada y la vida o la genética me dio oportunidad de dedicarme al estudio y cultivar la sesera aún en tiempos en que en el carísimo pero poco eficiente colegio exclusivo donde me crié me consideraban una tarada con correa (freak on a leash, a como dirían los gringuitos) por no fumar marihuana en las duchas y preferir la lectura de Sócrates y D.H.Lawrence en lugar de pescar novio. Mis padres, cuyo único defecto era ser descendientes de Tenderí (por lado materno) y del rey Esteban Lazarévic y del literato italiano Alejandro Manzoni (por parte de padre), me permitieron dedicarme a estudiar la nada rentable carrera de filología y literatura, y estando en mi veintena, tras enredarme con el idioma japonés, logré irme becada al Imperio del Sol Naciente a sacar una maestría en literatura oriental. Como no me ataban marido, amante o hijos, ni la pensé dos veces en dejar Nicaragua y una vez en Tokyo, me convertí en una especie de esponja zombie insomne que de día iba a absorber cuanto pudiera en la universidad pero en la noche deambulaba por la larga arteria de la Ginza que nunca duerme, tratando de entender la cultura e idiosincrasia que había producido a grandes como Lady Murasaki o Yasunari Kawabata. En esas largas caminatas nocturnas por la Ginza fue que me percaté que en el vidrio de algunos escaparates se reflejaba como fantasmal calcomanía encima de maniquíes y tentadoras ofertas el rostro joven de Rubén Darío.

No era la cara de león triste con la manota en la mejilla que tanto nos meten como purgante en las largas clases de literatura en colegios y universidades. Era Rubén Darío, pero de rostro jovial, delgado, con un seductor bigote de chavalón travieso. En mis escasos ratos libres comencé a visitar los sitios de interés histórico, y hasta ellos me acompañaba la imagen fija de Darío en un rincón de la mente. Creí verlo reflejado en el monumento al shogún Ieyasu Tokugawa, para ser exacta en el lomo apacible y durmiente del gato de madera esculpido por Hidari Jingaro. En una ocasión en que uno de mis profesores, Isoroku Fujiwara, me invitó a verlo actuar en un drama No, me pareció ver alguien parecido a nuestro panida en las filas de adelante. Se estaba convirtiendo esto en una obsesión galopante, algo grave pues nunca presumí de ser dariana allá en Nicaragua, por lo cual seria ridículo venir a encontrar al Bardo en medio del Imperio del Trono del Crisantemo. Traté de distraerme un poco más, yendo a presenciar torneos de lucha sumo y hasta yendo a la ópera popular que llaman kabuki, donde atractivos actores llamados onnagatas se visten de mujer para interpretarlos roles femeninos. En ocasión de una fiesta, el iconoclasta de mi profesor Isoroku llegó vestido de onnagata en traje femenino, y fue cuando me gustó tanto como mujer que me comenzé a fijar en él como hombre. Dicen que las feromonas obran ciertos sortilegios, y de eso puedo dar fe pues dejé de ver a Darío por doquier por un tiempo, mientras avanzaba el romance que habría de llevarme a un altar para darle el sí con un traje nipón de seda de varias capas.

Dentro de semejante mamotreto de atuendo nupcial oriental -con el que yo parecía un lujoso nacatamal mal envuelto, até el lazo muerta de miedo por estar dentro de un templo, recordando que el inefable primer unificador del Japón Oda Nobunaga había muerto incendiado dentro de un templo también mientras perdía tiempo orando.
Posteriormente mi exótico esposo me explicaba que él entendía mi teofobia, pero él como miembro del clan Fujiwara(de los más rancios desde la Edad Media y tan tufosos que al parecer se creían más que primos de Dios)no podía dejar la tradición en el excusado, y por eso la boda debía ser comme il faut. Acotaba también que mis blasones familiares como descendiente de Lazarévic y del poeta Manzoni ameritaban tanto ceremonial y respeto, aunque yo le dije que solo por el hecho de ser azulona no podía dejar de ser atea recalcitrante. Guardándome las ganas de espetarle que me cagaba una y mil veces en linajes y carambadas, procedí a tratar de ser feliz aunque no hubiera sido una esposa escogida por el omiai o sistema de citas arreglado por casamentero, y hasta le creí cuando me dijo que los chocorrones caseros se exterminan poniendo una candela encendida en medio de una taza de agua. Aprendí a comer tempura, y conseguí dos gatas chingas japonesas y hubiera seguido siendo la típica consorte nipona si no hubiera sido porque a mis padres se les ocurrió morirse cuando naufragó una barca en medio del Cocibolca. Venían de celebrar su tercera luna de miel visitando el Castillo sobre mi Río San Juan(y digo mi porque es mío como nica que soy).

Isoroku estuvo de acuerdo en regresar a Nicaragua con vistas a quedamos viviendo en Managua. En su testamento, mis progenitores especificaban que mi herencia me sería entregada solamente si regresaba para quedarme, y en realidad ya necesitaba estar de vuelta en casa. Empacamos nuestros enseres, tramitamos los papeles y vacunas para llevar con nosotros a nuestras gatas y apenas llegamos a Managua, arreglamos el asunto de mi legado. Isoroku se enamoró de la residencia de mis padres, y ahí nos quedamos viviendo, sobre todo cuando él dijo que lo que fue mi dormitorio sería la alcoba para el bebé que íbamos a encargar. Dado que los nicas padecemos de la maldición de Malinche y todo producto extranjero es superior al nacional, varias universidades se riñeron entre sí para contratar a mi esposo como profesor, pero é1 prefirió quedarse en una estatal donde el cacareado 6 por ciento no jugó papel alguno en que le dieran un salariazo astronómico aunque afirmaban que el mismo presupuesto no permitía que aplacaran con riego ocasional las enormes panas de polvo que se levantaban en dicho campus. Yo pasé unos dos meses en el desempleo, arreglando la casa, preguntándome por qué no concebía, y recordando que ya no miraba la imagen de Darío reflejada en vidrios a como sucedía en Tokyo.


Finalmente una casa editora de libros me buscó para presidir el concejo editorial, por supuesto que a un salario que era risible pero peor era quedarme en casa agarrándome la quijada sin siquiera tener méritos para posar como Darío en sus célebres retratos de madurez. Isoroku iba aprendiendo a las mil maravillas el español coloquial, aunque conservaba su confusión de eles por erres para delicia de los chistes que le hacían sus alumnos y colegas, y a menudo citaba entre risas algunas máximas de ml lejano ancestro Alejandro Manzoni en cuanto a la revolución que se ahoga en sangre, sudor y luego saliva.

Una tarde de febrero, un violento temblor me sacó de mi letargo. Nunca le había hecho muchos aspavientos a los movimientos telúricos, y el sismo tampoco asustó a mi marido dado que en su país tiembla peor que en Nicaragua. Gran alarma suscitó sin embargo el hecho que el epicentro había sido en la costa leonesa, y según reportaban en la radio, se había agrietado la catedral metropolitana. Lo que más me preocupaba esa tarde no era que una grieta se tragara mi casa u oficina, sino que se cerraba la convocatoria para el concurso anual de poesía centroamericana que hacíamos año con año tras concluir la jornada dariana.

Ya se habían acumulado más de mil paquetes conteniendo poemas y el sobre con la plica conteniendo el seudónimo y datos de los concursantes. Como presidenta del jurado calificador, me iba a tocar una tarea extensa y engorrosa. Para colmo, no me llevaba bien con dos de los otros miembros que integraban el jurado. Uno de ellos, Juan Fausto, era un español con los sobacos más hediondos de la historia y con la convicción de ser el dueño único del uso del castellano. El otro, Renato Pallais MacKenzie, era un viejo verde nicaragiiense de ojos grises que proclamaba no precisar Viagra a sus siglos para ser una combinaci6n de Príapo con Hemingway en versión nica, y se me restregaba más que mis gatas cola chinga japonesas cuando les iba a abrir una lata grande de atún Whiskas. Todas las zanganadas sexuales que no podía realizar en su pobre vida real iban a parar a sus moradas novelas, las cuales emitían un olor casi seminal desde que se abría el libro en cuestión. Los otros miembros eran más o menos paladeables, bueno, no eran tan obnoxios por lo menos.

Tras una noche inquieta esperando más temblores, me levanté temprano y me fui a mi despacho. Eran apenas las 6 y pico de la mañana. El celador me saludó alegremente y me dijo que un joven me esperaba en el pasillo, lo cual me extrañó mucho. En efecto, Un hombre delgado como de unos 21 años esperaba en la banquita a la entrada de mi oficina. Al aproximarme, noté que usaba un traje de lino blanco, algo ya nunca visto en los chavalos de hoy, quienes visten como si su peor enemigo les escogiera la ropa. El joven tenía un bigote estilizado y ojos negro, tan negros que no se distinguía el iris de la pupila. Al verme, se puso de pie y extendió una mano huesuda y delgada:-Doctora Sebastiana Arjumand Lazarevic Manzoni,no?
-Para servirle
-Soy Félix García, y quiero entregarle mi participación en el concurso de poesía. Lo hice pasar a mi despacho y se sentó.-Pero la fecha tope era ayer, hijo.
-Lo se, doctora, pero por motivo del relajo que se armó con el temblor de la tarde no pude pescar un bus para venir desde León a dejarle mi obra. Prefiero ser puntual, pero a veces es tan difícil. Comprenda mi situación-dijo esbozando una sonrisa cálida. Mirálo qué bandido el chavalo hijueputa, sabe que se mira precioso sonriendo, pensó-Está bien, pero Cayetano es buen muchacho y cero comentarlo sobre esto. Si se entera el resto del jurado me fríen viva.
-Usted me avisa cuando vuelvo, porque sé que voy a ganar-dijo levantándose tras entregarme un voluminoso paquete.
-Sos bien optimista, muchacho. Ojalá eso te lleve lejos.
Una sombra de nostalgia pareció cruzar el rostro moreno.-Ya me llevó, doña Sebastiana, en efecto ya me llevó. Tenga buenos días.
Tras salir de ml oficina, me percaté que el joven había dejado olvidado sobre mi escritorio un libro de Paul Verlaine. Decidí guardarlo, porque también tuve la sensaci6n que Félix García reaparecería pronto.
Llegar a una decisión en cuanto a quien ganaba el Premio Centroamericano de Poesía Rubén Darío ese año fue casi un pleito de perros callejeros. El pedante Juan Fausto le hacía asco a todos los poemas concursantes, aduciendo pobreza literaria, mala gramática, peor ortografía y quién sabe cuantas cosas más. En tono despectivo, decía que hubiera sido mejor que los hubiesen escrito en escaliche, que era lo mismo que el náhuatl. Nadie merecia pasar al selecto grupo de finalistas, y el premio debía ser declarado desierto. Se ensañó particularmente contra los poemas firmados con el seudónimo La Misma Mano, alegando que ese pobre prójimo estaba tan destinado a ser poeta como Ronald Reagan a ser presidente del fan club de Ho Chih Mihn. El viejo morboso de Renato Pallais MacKenzie se limitaba a frotarse la manchada mano izquierda sobre la portañuela de sus pantalones de diolén, y jamás expresaba opinión alguna. El resto de los jurados fueron votando y al final fue mi voto el que le dio al autor del seudónimo La Misma Mano el primer premio.

Había algo en esos poemas para mí, una sensación de déja vu. Me dejaban con la misma sensación de alegría triste y sobrecogedora que se apoderaba de mí cuando siendo una adolescente, leía las obras de Tagore, Yukio Mishima o Solimán el Magnífico. Al abrir el sobre con los datos del ganador, una sonrisa involuntaria se asomó a mi cara. Eran los de Félix García. Si no le hubiera dado el chance de concursar, qué se hubiera perdido? Procedimos a redactar el acta para pronunciar al ganador. La nota de prensa fue enviada para publicarse en los diversos medios de comunicación. El ganador no solo se llevaba 10 mil dólares a casa, sino que se le publicaba su libro en un tiraje de 5 mil ejemplares, con el sello de la casa editorial, teniendo él o ella voz y voto en el diseño del libro.

Félix García efectivamente apareció tres días después de Ia publicación de los resultados del concurso.-Yo sabía que ganaría-dijo con un asomo de rubor tiñendo sus mejillas. La edición del libro estaría bajo mi cargo, y fue una delicia trabajar con el muchacho.
Poseía una mente abierta y chispeante, llena de buen humor y erudición. Conforme fue tomando confianza conmigo, me decía cosas que me hacían sentir apreciada... Arjumand como se llamaba Mumtaz Mahal antes de casarse muy enamorada con Sha Jehan del imperio Mugalo, una mujer para ser amada sin medida, merecedora de un monumento como el Ta] Mahal, susurraba mientras escogíamos formatos. Y cuando una mañana llegué llorosa porque era otra fecha más y mi menstruación llegaba puntual, negándome que estuviera encinta a como deseaba estar, Félix me dijo no reniegues de las lágrimas carmesí del arcoiris que reside en tu carne celeste de mujer. Me dejaba haikus escritos en su puño y letra, hasta en las servilletas kleenex que tenía en mi mesita de café. Yo mostraba algunos de ellos a mi esposo, quien me comentaba que era indudable que se trataba de un gran talento. La tarde en que estuvo listo el libro y fue remitido a la imprenta, Félix García ya no vino. Había convenido con él de entregarle su 5 % correspondiente como autor apenas salieran los primeros libros de la imprenta. Cuando por fin tuve el paquete con libros en mano, quise ubicar a Félix. Fui a buscarle a la dirección que dio en Managua, pero nadie parecía conocerle. Recordando que él había mencionado a unos padrinos en León, opté por echar la caja de libros en la valijera del carro y me fui allá a tratar de encontrar la dirección que él mencionaba como perteneciente a la casa de sus parientes. Iba apenas por la Paz Centro cuando una súbita sacudida me sorprendió. Aparqueé el carro a la orilla de la carretera para calmarme, pues estaba bastante asustada. Tras unos minutos, reanudé el trayecto hacia León. Iba entrando por el cementerio cuando mi celular sonó. Era la voz de Félix.
-Venís a buscarme, Sebastiana? Andá a la catedral, te montás arriba del uno de los leones frente a la entrada principal y me esperás que voy para allá. No tengás miedo por los temblores.
Me enrumbé hacia la catedral. No habían edificios agrietados, pero si mucha gente en las calles alarmada por el sismo. Estacioné el carro y me fui a montar arriba de uno de los leones a la entrada frontal. Curiosamente, me costó treparme. Era raro. A mis 45 años de edad, me jactaba de tener la agilidad de una quinceañera. Aguardé por casi una hora mientras los transeúntes me miraban como si estuviera loca. Estaba comenzando a perder la paciencia y un hilito tenue de angustia escalofriante me bajaba por el espinazo. El celular me volvió a sonar. Como que este hjp diga que no viene, maldije entre dientes.
-Esto es lo peor que pudo haberme pasado. Habla Félix.
-Ya sé, debés estar gozando de tener a esta pobre vieja menopáusica encajada como loca arriba de un león de piedra mientras media ciudad se ríe de ella. Milagro no me han llevado presa por atentar contra el patrimonio nacional. Ya venís cerca?
-Tan cerca que hasta diría que estoy dentro de vos. Así siempre estaré, o por unos meses, Sebastiana Arjumand. Escucháme bien. Los libros los vas a donar a la biblioteca de la universidad estatal acá. Y yo aunque me muera de ganas de volverte a ver, ya no podré hacerlo. Gracias a esas grietas raras que se dan en el tiempo de las dimensiones me pude escapar para venir al presente.
-Estás bolo o qué –grité.
-Pueda, pero ebrio de nostalgia, de cavanga, por lo que pudo ser y no fue. Ahora oíme bien. Andáte al fondo de la catedral. Si, ya sé de tu teofobia, pero aguantáte y hacélo por mí. Caminá y llegás a mi tumba.
-Tu tumba, estás loco?
-Pueda pero es mi cripta. Como Félix Rubén García Sarmiento o Rubén Darío, pero es mi tumba, donde están mis restos. Andá, Vas a ver que una grieta se va cerrando. Polvo al polvo, cenizas a cenizas. Regreso al éter de la nada. Pero descargué los versos que me quedaban pendientes, cuando estaba tan enfermo que solo me revolvía en la cama y me retorcía de dolor. Esos son genuinos poemas míos, los que andás en el baúl de tu carro. Debajo de la patita del león que vela por mi en la tumba se cerrará una grieta, y por ella me voy.
A estas alturas yo iba deambulando como zombie malherida, llorando encima del celular, buscando la tumba de Rubén Darío. Efectivamente una grieta lentamente se cerraba bajo la cebollota del león.
-Ves que no te miento, mujer? No puedo agradecerte mintiendo. Solamente vos, de todos los que se dicen darianos, jamás hiciste negocios con mi nombre, no lo pignorastes en el extranjero cuando mi sombra te seguía en la tumba del shogún o en tus noches en la Ginza, ni creaste fundaciones falsas diciendo que divulgabas mi obra cuando en realidad lo que hacen algunos es cortejar a transnacionales y ricachones para comer bien ellos mismos, como mercenarios de la literatura. No viven por Darío, sino que de Darío. Soy su cocinero de vanidades, el mesero que les lleva manjares de su pedantería. Son parásitos que comen de mi firma. Nunca me achacaste basuras literarias a mí, diciendo que eran poesías p6stumas recién halladas. Me diste la oportunidad que ningún editor me quería brindar en mi juventud cuando era anónimo. Por eso firmé la Misma Mano como seudónimo, porque solo Gabriel García Márquez en su novela El Otoño del Patriarca dice que yo soy ci indio que con la misma mano que escribe poesía se limpia la mierda del culo. Gracias por amarme, Sebastiana Arjumand, y te recompensaré con lo que más querés en el mundo, aunque te parezca increíble. Ahora andáte, doná los libros donde te dije, y te vas directo a casa manejando con cuidado porque tu marido te espera jubiloso con una buena noticia.
La comunicación se interrumpió y la grieta se cerró. Sin sollozos ni gritos, salí de la catedral con miedo a que ésta me cayera encima. Cumplí con la voluntad de Félix y cuando regresé a Managua, Isoroku me esperaba chineando a las gatas en el porche con una hoja de laboratorio en la mano. El estaba sonriente.

Yo estaba por fin encinta.



Managua, 20 de abril de 2004.

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